lunes, marzo 15, 2010

reunión

Creo que tocamos bastante bien, no le pifiamos tanto como otras veces. Igual, el público nunca se da cuenta. El sonido no era el mejor, pero es normal cuando tocas en fiestas en casas. Ahora, a relajar un rato. Nos vamos con los pibes al living. Pedro arrancó su monólogo; hoy trata del vivir en un mundo sin dinero: las cosas se hacen porque se sienten o porque se necesitan, nadie está por encima del otro. Como le gusta escuchar su propia voz, es increíble. Me cuesta seguirle el hilo. No es por el alcohol, ni por el bullicio, ni por la música; es que tengo la mente en otra cosa: estoy buscando a la mina de amarillo que estaba en la primera fila.

 

Trato de interesarme o, por lo menos, parecer interesado, pero mis ojos se van hacia el resto de la casa, donde la gente está charlando, tomando, fumando, caminando, bailando, riendo, gritando, aplaudiendo, envuelta por una luz cálida que, sin embargo, dificulta mi propósito. Por momentos creo verla de espaldas, pero no. Me digo: ¿Igual qué importa? Ella está con sus amigos; no voy a poder decirle nada. ¿Para qué? Pienso: El vino es rico (tinto), la música es divertida (wawanco), me estoy cagando de risa (mentira). Pedro afirma que el dinero es la anti-humanidad materializada y una peste que corrompe todo lo bueno que hay en el mundo. Igual la quiero ver, aunque no le diga nada. Con un poco de suerte, si la tengo cerca, le conozco la voz y, quién sabe, el nombre. ¡Qué linda mina, boludo!

 

Creo que se pasó casi todo el recital mirándome a mí. ¿Quién mierda mira tanto al bajista? Nadie, nunca. Tenemos un guitarrista que canta y encima es fachero; el batero la rompe, parece un poseído. El bajista, por poco, parece que esquiva los focos de luz. Pero ella me miraba, lo sentí.

 

Ardilla cuenta por centésima vez su chiste sobre pilones de pasto:

—¿Qué le dice un montículo de heno a otro montículo de heno? —Breve pausa—. Henos aquí reunidos.

Pedro y los otros se ríen, le gritan que es malísimo, y se ríen con ganas y aplauden. Ahora Ardilla les va a largar todo su repertorio de tres chistes.

 

Me paro y voy en busca del baño. Sé dónde queda, pero en vez de ir directo, hico un recorrido más largo: doy toda la vuelta por el salón principal y paso por delante de la puerta de la cocina. No la veo por ningún lado. En una de esas se fue. Voy al baño. Meo. Salgo del baño. Los chicos me hacen señas —dedo gordo apuntando a sus bocas (el resto de los dedos cerrados)— para que vaya a buscar más vino. Afuera hay una especie de barra improvisada: una mesa con botellas variadas y un barril con agua, hielo y cervezas. Cruzo el salón de nuevo. Algunas personas me saludan, me felicitan por nuestra música. Salgo al jardín y trato de hacerme un lugar hasta la barra; parece ser uno de los lugares más populares de la casa. Acá la temperatura está más agradable; en el salón hacía un poco de calor.

 

Cuando llego a la mesa, busco una botella de vino, pero no hay más. Parece que no queda otra que mezclar con cerveza. Me imagino la resaca que voy a tener mañana. Voy hasta el barril y meto la mano en el agua helada; siento un calor que me recorre el cuerpo y se instala en mi cara.

 

En el fondo del patio, bajo una lámpara que cuelga de una rama, sola, parada, mirando el cielo, en su vestido amarillo. Largo la botella y me dirijo hacia ella sin pensar demasiado. Siento que mi corazón late muy rápido. Cuando llego a su lado, me doy cuenta de que no sé qué mierda hacer. Y que el rocío del pasto me mojó las alpargatas.

 

—Hola —digo.

Ella me mira y sonríe.

—Hola.

 

Después de saludarme, vuelve a mirar hacia donde estaba mirando antes de que la interrumpiera. Los árboles de la casa de al lado recortan figuras negras contra las nubes iluminadas por la luna. No sé qué carajo decir. Tiene muy lindo cuello. Decí algo, boludo. Siento frío en los pies. La lámpara que está colgando de una rama arriba nuestro y a la derecha se mueve con el viento. Nuestras sombras también se mueven: se juntan, se separan. Dos sombras, una sombra, dos sombras, una sombra, dos sombras. A esta altura ya se debe haber dado cuenta de que soy un tarado.

 

Es morocha; su piel morena contra su vestido amarillo... No puedo explicar las ganas que tengo de morderla. Si no digo cualquier cosa ahora, se va a ir. Se escucha que se rompe algo de vidrio y una mina grita. Ella mira hacia la casa y después me mira a mí. Tiene sus brazos colgando al lado del cuerpo; veo que se frota los dedos. Las nubes se fueron. El viento trae un olor como de tierra mojada. Bueno, es ahora o nunca, allá voy.

 

—¿Sabés qué le dice un montículo de heno a otro montículo de heno?